Hace muchos años, tuve la oportunidad de pasar un año en Inglaterra como estudiante Erasmus (fui el segundo año de existencia del programa; nadie sabía bien en qué consistía, ni los profesores).
Fue un año maravilloso en la Universidad de Reading, a una hora de Londres. Imaginaos: grandes parques, lagos y residencias universitarias antiguas en un campus paradisiaco todo lleno de estudiantes de todos los continentes.
En mi residencia, St Andrews Hall, enseguida formamos un grupo de amigos fantástico: Tomoe (japonesa), Oscar (español), Luigi (Italiano), Miki (Finladés), etc. Uno de esos grupos de personas inteligentes, cariñosas, divertidas que convierten la vida en algo apasionante. De hecho, vivíamos juntos porque cada uno tenía su habitación, pero todo lo demás lo hacíamos juntos en las instalaciones de la residencia: el pub, la biblioteca, el comedor... Además, no parábamos de viajar por Inglaterra y Europa a la más mínima oportunidad.
Pero, a medio curso, apareció un chico nuevo en St. Andrews: era Nicola, un francés grandote y bien parecido, con un montón de cajas encima. Resulta que su novia, con la que había acudido a estudiar, le había abandonado por otro. En las cajas, llevaba todo los enseres de su vida en común en una casa en el campus.
Conocimos sólo de refilón a Nicola porque se pasaba las horas en su habitación, fumando y escuchando música... Estaba deprimido. Hasta que un día, me tropecé con él por unas escaleras y le dije:
- Oye, amigo; te quiero ver en las comidas con nosotros todos los días. ¡Queremos conocerte!
Y el bueno de Nicola me hizo caso. Apareció y enseguida se integró. Al poco tiempo, había superado el trauma y estaba disfrutando de nuestro año en Inglaterra como el que más. Muchas veces, a lo largo de los años (han pasado 20 desde entonces), me recuerda Nicola lo agradecido que está de aquel encuentro nuestro.
¿Por qué cuento esta historia aquí?
Para ilustrar que lo que las personas queremos de otras personas es... "ellos", a secas... con sus fallos, sus problemas, sus incapacidades... Nicola no estaba bien cuando se unió a nuestro grupo, pero el grupo no tenía ningún problema con ello: es más, éramos nosotros los que íbamos a sacarle de sus neuras. Nos sobraban fuerzas para ello y para nosotros era algo hermoso. Ayudar a Nicola a levantar el ánimo nos resultaba una empresa maravillosa que nos unía todavía más. ¡Que acentuaba nuestros valores de amor mútuo constante y apoyo!
Ya digo, en poco tiempo, Nicola se recuperó y se mostró como un componente esencial de nuestro grupo: inteligente, gran deportista, un viajero experimentado, un fiestero estupendo... ¡Hicimos fácilmente el milagro! ¡Y nuestro grupo ganó a su vez en fortaleza y ganas de vivir! ¡Demostramos que juntos éramos los méjores médicos y sanadores del planeta!
Y es que la fortaleza del ser humano está en su capacidad de amar, de colaborar, de producirse felicidad mediante la alegría de compartir: no en el hecho de ser "guapos", "listos", "capaces", etc., etc. Esas cualidades son minucias en comparación con la gran arma de construcción masiva que es la aceptación incondicional.
Además, todas esas cualidades. la belleza, la inteligencia, cuando aparecen de verdad, cuando se aprecian bien, es cuando se basan en el amor por los demás y por la vida. Son producto de ello.
Últimamente, he tenido varios pacientes que no tienen claro este concepto y les surge la hiper-exigencia personal de ser guapos, listos, capaces... Y hemos debatido acerca de ello y les he contado la historia de Nicola, el deprimido que se convirtió en uno de mis mejores amigos.
Si cambiamos el chip, si dirigimos nuestro timón hacia los valores plenamente humanos: la amistad, el amor, la solidaridad, compartir... nos sacaremos de un plumazo toda una familia de neuras relacionadas con la competitividad que sólo hacen que atormentarnos.
Busquemos esos valores, cultivémoslos a partir de ahora, hagámoslos fundamento de nuestra personalidad: y empezaremos a sanar dúlcemente. Empezaremos a vivir de forma plena de verdad.
Abrazo bien amistoso a todos!!!
Rafael