Hace unos días una amiga me contó
que un amigo suyo acababa de fallecer con 40 años, y a continuación añadió: “Está claro que la vida son cuatro días y
que hay que exprimirla al máximo, así que a partir de ahora voy a
aprovechar más el tiempo y voy a hacer más cosas: viajar más, más ejercicio,
salir más de fiesta…”.
No es extraño pensar así en una
sociedad donde prima el lema “más es mejor”. Mejor si hago al año
cinco viajes que si viajo apenas una vez, o mejor si salgo con muchos amigos
todos los fines de semana que si solo quedo con alguno de vez en cuando. Mejor
si tengo muchos tipos de experiencias (viajes a lugares exóticos,
apasionadas aventuras amorosas, deportes de alto riesgo, creaciones
artísticas…) que si mis vivencias son poco variadas y emocionantes.
Cuando nos emborrachamos de
experiencias lo hacemos generalmente con el ánimo de sentir placer y de crear
una vida interesante que dé sentido a nuestra existencia. Pensamos
equivocadamente que malgastamos la vida si no viajamos, salimos, conocemos
gente, adquirimos conocimientos, tenemos proyectos interesantes, probamos cosas
nuevas… Pero no nos damos cuenta de que todo eso únicamente nos proporciona
diversión y entretenimiento, pero no felicidad.
La emoción que obtenemos
cuando llevamos a cabo experiencias motivados por la necesidad de aprovechar la
vida y de convertirla en algo muy interesante, es superficial y pasajera,
tan solo un fogonazo de placer que no tarda en dar paso a una profunda
sensación de vacío. Dicha sensación nos impulsa a buscar más y más estímulos
externos que nunca logran acabar con la insatisfacción que experimentamos.
De este modo, nos enganchamos
a infinidad de cosas a las que somos incapaces de renunciar, ya que si no
las hacemos nos sentimos vacíos y culpables por no aprovechar la vida, pero
cuando las hacemos, curiosamente, no nos sentimos realmente felices (no hay
que confundir diversión con felicidad). La acumulación de experiencias y
la búsqueda insaciable de las mismas, no solo no contribuye a que nos
sintamos plenos y realizados, sino que es eso precisamente lo que nos
distrae y aleja de una vida serena y feliz.
Saborear la vida con
intensidad nada tiene que ver con la vorágine de actividades, vivencias o
conocimientos en la que a veces estamos inmersos, sino que tiene que ver con
estar tranquilos y ser más conscientes, o lo que es lo mismo, con sentir la
alegría de estar vivos, necesitar poco, apreciar y agradecer lo que tenemos,
disfrutar de lo que hacemos en el instante presente, relacionarnos con amor y
estar en armonía con nosotros mismos y con el entorno. Todo esto nos
proporciona felicidad, o lo que es lo mismo, una profunda y duradera sensación
de plenitud.
Aunque tuviésemos una vida breve,
aburrida y sin grandes objetivos, podríamos ser muy felices, los seres
humanos no necesitamos hacer muchas cosas para sentirnos bien, ya que somos
animales de calidad más que de cantidad.
Un buen ejemplo de ello son los pastores y las monjas de clausura,
ellos no llevan vidas trepidantes y llenas de emociones fuertes, sin embargo,
existen pocas personas tan plenas y felices como ellos, esto es debido a que conocen
el secreto para una vida feliz: necesitar muy poco, hacer pocas cosas y poner
entusiasmo, alegría y amor en aquello que se tiene entre manos en cada
momento.
No es preciso coleccionar con
avidez experiencias para convertir la vida en algo emocionante y valioso, el
hecho de estar vivos ya es extraordinario y ser conscientes de ello
enormemente placentero. Todos poseemos la capacidad para apreciar la belleza
que nos rodea y para transformar en maravillosas aventuras cosas tan simples y
cotidianas como cocinar, contemplar la naturaleza, conversar, leer o
pasear.
En definitiva, la vida ya es
algo hermoso e interesante, tan solo tenemos que darnos cuenta de ello. De
nosotros depende ver la vida como algo que debemos llenar de experiencias para
darle valor y sacarle el máximo partido o como una aventura increíble y
valiosa en sí misma.