Decidir sentir abiertamente lo que sentimos en cada
momento (por muy incómodo e intenso que sea), nos permite,
al fin, abandonar la lucha Contra las
emociones que nos desagradan y, en consecuencia, dejar de buscar fuera de nosotros el modo de suprimirlas.
Desde la
tranquilidad que proporciona esta decisión,
podemos mirar hacia dentro e identificar las creencias que están detrás de esas
emociones y transformarlas en otras nuevas creencias que generarán emociones
mucho más suaves, por ejemplo, en lugar de sentir ansiedad, depresión, rabia
o culpa, sentiremos inquietud, tristeza, enfado o pesar.
Saber esto, ponerlo
en práctica y ser capaces de manejar
nuestras emociones a través de la transformación de nuestros pensamientos,
hace que nos sintamos contentos, orgullosos de nuestra evolución personal y, en
cierto modo, también superiores a otras
personas que no parecen haber alcanzado todavía nuestro nivel de “madurez
emocional”.
Sin embargo, tarde o
temprano, reaparecerá alguna de esas
emociones tan temidas que creíamos superadas y comenzarán los reproches, los
sentimientos de culpa y el autodesprecio: “¿Cómo es posible que me
sienta así?”, “A estas alturas debería poder controlar mis emociones”, “Algo no
debe estar bien en mí”, “Las personas psicológicamente sanas y equilibradas no
sienten esto”, “Nunca conseguiré sentirme completamente bien”…
En este punto del
proceso de desarrollo personal es
frecuente el rechazo de determinadas emociones, no tanto por la incomodidad
que suponen o por el miedo a vernos sobrepasados por su intensidad, como por la
creencia de que sentirlas nos resta
valía como personas, nos hace ser menos.
Caemos en la trampa del perfeccionismo emocional, o lo que es lo mismo, pensamos equivocadamente que somos mejores si nunca sentimos emociones
“inadecuadas” como ansiedad, depresión, vergüenza, culpa, ira…, y que, por
tanto, experimentarlas nos convierte en insuficientes, defectuosos o
incompletos.
La aparición de estas emociones no demuestra que poseamos
menos valor (la valía personal no radica en lo que hacemos,
tenemos o sentimos), pero sí nos revela, por un lado, que hay algo en nuestro interior que pide ser atendido y, por otro
lado, nos recuerda nuestra condición
humana.
Cualquier emoción exagerada siempre es un aviso de
que hay algún pensamiento irracional al que le estamos dando credibilidad, pese
a no ser cierto. Esa emoción nos ofrece la oportunidad de revisar
nuestro diálogo interno y de cambiarlo, de ahí la importancia de no rechazar
las emociones y de estar atentos a lo que nos tienen que decir.
Asímismo, las emociones son una muestra de la
naturaleza humana, la cual entraña la capacidad de sentir una inmensa
variedad de emociones. NADIE, por mucho
equilibro mental que tenga, está exento de sentir emociones, ya sean
deseadas o indeseadas, aunque, como vimos en el post anterior, no necesitamos
que sea de otra manera para estar en paz con nosotros, con los demás y con el
mundo.