martes, 2 de agosto de 2016

REFLEXIONES DE MONTSE ROVIRA: ENAMORARSE ES BAILAR CON LA FEA

La sabiduría de los clásicos griegos sostiene que sólo hay dos estados que el hombre nunca puede ocultar: que está borracho y que está enamorado.

Los seres humanos no somos tan dispares como a primera vista pueda parecer. Y las personas enamoradas nos sentimos y comportamos de forma extraordinariamente similar. Salvando las diferencias culturales la mayoría tenemos una cesta de objetivos, valores o deseos que consideramos esenciales para nuestra felicidad. Albert Ellis decía que los seres humanos, tanto por nuestras características biológicas como por el aprendizaje social, somos “animales buscadores de objetivos” y nuestros objetivos básicos son sobrevivir, estar relativamente libres de dolor y razonablemente contentos o satisfechos.

Hemos nacido con una serie de tendencias biológicas más tarde fortalecidas por factores ambientales y culturales durante el crecimiento, que nos han abocado a una forma de pensar fraudulenta, irracional y resistente a nuevas ideas y aproximaciones. Esta es una de las dificultades de la psicoterapia: una enraizada resistencia a mirar las cosas de otro modo, a convencernos de que la transformación es posible. No es de extrañar, en primer lugar porque una parte de nuestro cerebro reacciona instintivamente ante situaciones de alto impacto emocional; en segundo lugar porque el adiestramiento que hemos recibido a lo largo de muchos años, incluso generaciones, nos ha señalado ciertos modelos como óptimos, a pesar de estar en las antípodas de la racionalidad. 

Un día, de pronto nos damos cuenta de que algo no encaja. Nos parece que los arquetipos convencionales no son tan modélicos o bien que nosotros no nos ajustamos a ellos, y nos sentimos mal. Pensamos que el problema somos nosotros, cuando en realidad el único problema radica en que hacemos lo que hacemos y sentimos lo que sentimos porque pensamos lo que pensamos. Nos sentimos alienados, abatidos y culpables por no estar a la altura de lo que “se espera” de nosotros. Nos sentimos incluso despreciables porque somos conscientes de que nuestro malestar emocional influye negativamente en nuestro entorno. Pensamos que hemos fracasado, que la vida es dura, que somos un fraude. Nos preguntamos si no tenemos derecho a ser felices, a ser “normales”. No nos planteamos que nuestro concepto de normalidad puede ser la clave y que conviene revisarlo.

Un ejemplo cristalino de este alboroto mental y emocional es el de las relaciones de pareja. En este terreno el bombardeo ideológico ha sido –y todavía sigue siendo- abrumador. Las películas, las canciones, las grandes tragedias románticas, los melodramas, la poesía, la ópera, etc., como insignias de la concepción social occidental de la pareja, han configurado unos parámetros educativos y unos modelos de comportamiento que nos han dirigido en una única dirección: “Necesito una pareja para ser feliz, mi vida no será completa si no logro formar una familia. Ese es mi objetivo existencial. Y evidentemente una vez lograda la unidad familiar –si se consigue- debe ser indestructible y no puedo jamás plantearme nada que vaya en contra de mi objetivo”. 

“Si se consigue” significa que un día nos enamoramos. Conocemos a alguien que nos gusta mucho, y esa vocecita interior instruida para darnos la razón nos hace saber que “es él/es ella”. Estamos convencidos porque jamás nos habíamos sentido “así”: la avidez permanente de cercanía, el asombrarse por la afinidad, la complicidad, esa certeza absoluta “que solamente se tiene una vez en la vida”… ¡tiene que ser amor! 

Y en ese momento somos un filamento más de esa escoba manejada por la mano de unas creencias irracionales que otros han tejido para que nosotros las vistamos, y que nos indican exactamente cuáles son los pasos a seguir para conseguir el objetivo que nos asegurará la felicidad.

No voy a minimizar la grandeza de los sentimientos que nos embargan cuando Cupido nos alcanza con sus flechas. Todos los que nos hemos enamorado alguna vez sabemos en qué consiste. Esa euforia, la maravillosa sensación de sabernos especiales para alguien a quien consideramos especial, el futuro resplandeciente que adivinamos… ¿Quién va a negar que somos completamente felices? Da igual si el amor barre nuestra individualidad, no queremos ser individuales, ¡queremos ser felices!

Tampoco voy a minimizar la grandeza de lo que sentimos, pero sí voy a dar una explicación de por qué nos sentimos así. Desde un enfoque exclusivamente bioquímico, es simple: cuando nos enamoramos, estamos “bailando con la FEA”. La FEA, es un neurotransmisor llamado feniletilamina de efectos psicoactivos cuyos niveles se desbordan cuando se ponen en marcha los mecanismos de atracción. Un torrente neuroquímico de sustancias estimulantes similares a las anfetaminas inunda nuestro cerebro y comienza la cascada de sensaciones propias del enamoramiento: el pulso se acelera, aumenta la temperatura corporal, nos sentimos sexualmente desinhibidos, como hipnotizados por el encanto del otro, y cientos de mariposas revolotean en nuestro estómago. Presos de una vitalidad inusitada tenemos insomnio, el deseo sexual se acerca a la lujuria, nos tortura la lejanía de la persona amada, suspiramos por volver a verla, la ternura se apodera de nuestros sentimientos y el torbellino emocional nos mantiene en un estado próximo a la irrealidad. Aunque percibamos nuestro amor como algo mágico y único, todas las personas enamoradas sentimos de forma muy similar los síntomas efervescentes del enamoramiento. Todo es impulsivo, urgente. En este oleaje químico el raciocinio es un intruso. El enamoramiento contemplado desde una perspectiva neurológica es un tsunami de reacciones bioquímicas que nos hacen sentir la pasión amorosa y cuyo descenso en caída libre es el responsable de que también el sufrimiento por desamor tenga una sintomatología más o menos universal.

Los doctores D. F. Klein y M. Lebowitz del Instituto Psiquiátrico de Nueva York descubrieron en la década de los 80 que un cerebro enamorado contiene niveles elevados de feniletilamina y que ésta es la responsable de los síntomas y cambios fisiológicos que la persona experimenta. Esta sustancia se encuentra también en el chocolate, lo que ha dado pie a la célebre idea de que el chocolate funciona como antidepresivo en los trastornos emocionales que se dan ante una ruptura o una depresión por abandono. De manera totalmente inconsciente, lo utilizamos como substituto. El estudio de Klein y Lebowitz observó una tendencia compulsiva de las personas aquejadas de desamor a ingerir chocolate, intentando así combatir el “síndrome de abstinencia” causado por el descenso brusco de FEA tras el desengaño amoroso.
La producción de FEA en el cerebro se desencadena por estímulos tan simples como un intercambio de miradas o un ligero roce con la persona objeto de atracción. La FEA es la responsable de que tantas personas describan el inicio de la relación amorosa como una etapa en la que “pasábamos largas horas charlando y haciendo el amor sin el más mínimo atisbo de cansancio”. El proceso se inicia en la corteza cerebral, conecta con el sistema límbico, pone al sistema endocrino en estado de alerta máxima de placer y da lugar a respuestas fisiológicas intensas. Ortega y Gasset definió ese estado como una “imbecilidad transitoria” y es cierto que tales niveles bioquímicos no pueden mantenerse durante mucho tiempo. Pero, ¿por qué se elevan los niveles de FEA cuando nos enamoramos? La respuesta está en nuestra naturaleza.

La parte más ancestral de nuestro cerebro tiene dos únicas funciones: sobrevivir y reproducirse. Para lograr esos objetivos regula mecanismos inconscientes como la respiración, la frecuencia cardíaca, el sueño, etc. y también pone en marcha mecanismos que favorezcan la reproducción. Pensemos por ejemplo en los leones, animales con una fiereza extrema y una proxemia muy marcada. La proxemia puede definirse como la distancia social, tanto los animales como los humanos la tenemos y la reducimos de acuerdo al grado de intimidad de nuestras relaciones con los demás. La distancia física entre desconocidos no es la misma que la que permitimos a nuestros amigos o a nuestra pareja, incluso podemos ser hostiles si consideramos que alguien se acerca a nosotros más de lo debido. Por eso en los ascensores, -por ejemplo-, tratamos de mantener una distancia mínima que no nos incomode demasiado.

En las relaciones de pareja así como en la naturaleza ocurre algo gracioso, y es que cuando el león busca aparearse pierde su fiereza, abandona su proxemia e incluso parece que ponga “cara de bobo” mientras corteja a la hembra. Exactamente igual que los humanos cuando flirteamos con alguien que nos resulta atractivo. Hay un engaño que la naturaleza hace tanto al ser humano como a los animales y es que elimina los límites. Se acercan dos seres desconocidos que han abandonado por completo su “prefiero existir yo a que existas tú” y de repente se pierde cualquier distancia prudencial ya sea física, intelectual o emocional. La FEA ha entrado en acción. Nuestro cerebro ha percibido la señal de “oportunidad de reproducción” y nos ha bañado en feniletilamina, la “hormona del amor”: estamos enamorados. 

Es un engaño. Nuestra fisiología ha barrido los límites para “permitir la reproducción”. La parte más ancestral de nuestro cerebro ha encontrado con quien aparearnos, tener descendencia, formar una familia… cumplir nuestros objetivos para ser felices. Pero los niveles de feniletilamina no van a permanecer por las nubes durante demasiado tiempo, la naturaleza es sabia y conoce los períodos de enamoramiento mínimos necesarios para que la reproducción se verifique. Por eso los animales no permanecen “enamorados” durante dos años y los humanos sí. Porque los humanos necesitamos un tiempo de flirteo, seducción, consumación y tentativa de embarazo mucho mayor que los leones.

Transcurrido el supuesto periodo reproductivo los niveles de FEA han ido disminuyendo progresivamente, el cerebro “se ha desenamorado” y vuelve a prestar atención a su objetivo prioritario: la supervivencia. Volvemos a marcar de nuevo nuestro territorio. Ya no estamos tan seguros de si “somos dos” o preferimos ser “uno más uno”. Un día, de repente, el olor del calcetín del otro nos parece repugnante y nuestro amado/a cae del pedestal. No es que hayamos recuperado el olfato perdido, es que la FEA ha vuelto a sus niveles estables. La naturaleza considera que la interacción necesaria para la cual estaba funcionando la segregación de feniletilamina ha cumplido su objetivo y nuestro cerebro vuelve a reclamar su necesidad de supervivencia, de “antes yo que tú”. Se acaba la era del imperio de los sentidos y volvemos a construir barricadas mentales a medida que el enamoramiento se eclipsa y empieza a llegar el desencanto: “mi pareja ya no es como antes”. No es verdad, el otro/otra es como siempre ha sido, sólo que ahora lo vemos como realmente es, desprovisto de las guirnaldas con las que lo habíamos adornado desde nuestra enajenación.

Entramos en una fase confusa en la que la atracción bioquímica decae y puede que confundamos ese cambio fisiológico con el final del amor. Tampoco es cierto. Es sólo el final de la locura. Jacinto Benavente dijo que “el amor es como Don Quijote: cuando recobra el juicio es para morir”. Sin duda una frase realmente digna de un bolero. 

Si el vínculo construido durante la fase de enamoramiento es sólido, aceptaremos naturalmente habituarnos a una manifestación más tibia del amor, pero no menos hermosa y gratificante. Una vez consumido el fuego del enardecimiento quedan las brasas que pueden mantener el calor de la relación. Ya no tendremos taquicardias al encontrarnos con la persona amada, la feniletilamina dejará paso a otras hormonas, -como la oxitocina-, relacionadas con el sentimiento de cariño, confianza, pertenencia, seguridad… de hecho seguiremos estando “narcotizados”. Esta es la razón bioquímica que explica la causa del sufrimiento al perder al ser querido, dejamos de recibir la dosis diaria de narcóticos.

La única manera de combatir los efectos de este síndrome de abstinencia hormonal es tener una mente forjada por creencias racionales: conocernos a nosotros mismos, saber cómo funcionamos, ser conscientes de lo que significa el proceso amoroso, estar convencidos de que no necesitamos a nadie para ser felices, huir de los arquetipos híper-románticos. Comprender que la química cerebral está ahí pero que no debemos permitir que gobierne nuestro estado mental haciéndonos perder la cordura. El enamoramiento es una “locura bioquímica transitoria”, por eso en plena convulsión amorosa nos extasía escuchar boleros que ensalcen la apoteosis del amor, y por eso ante un desamor nos sentimos tan identificados con los boleros que proclaman la terrible tragedia de la pérdida. Creemos que los boleros están pensados para darnos de lleno en el corazón, pero donde realmente hacen diana es en nuestro cerebro sediento de FEA, ¡y vaya si lo consiguen!

Después de esta disertación sobre la bioquímica del enamoramiento y de cómo algunos símbolos culturales contribuyen a hurgar en las heridas emocionales, os dejo con un bolero al más genuino estilo gaditano. Su autor es Jesús Bienvenido. El propio autor lo interpreta junto a Dani Obregón y ambos nos sugieren que si nos apetece un bolero, que sea “un bolero con ron, que aunque estruje el corazón, duele mucho, mucho, mucho, mucho, mucho, mucho… menos”.

https://www.youtube.com/watch?v=Z50Le_P-Bzg&feature=youtu.be

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