lunes, 23 de agosto de 2010

El auténtico superman (extracto de mi próximo libro)

Otro de mis personajes favoritos en el ámbito de la salud mental, por su capacidad para enfrentar la adversidad con naturalidad, fue Christopher Reeve, el actor que encarnó a Superman en la gran pantalla. De todos es conocida la historia de Reeve. A la edad de 43 años, casado y padre de tres hijos, sufrió un accidente montando a caballo y se quedó parálitico. Sólo podía mover la cabeza y para inhalar y exhalar aire, un respirador conectado directamente con la traquea.

Durante la primera semana en el hospital, postrado en una cama y ya consciente de la gravedad de sus lesiones, el actor norteamericano habló a solas con su esposa Dana:

- Mira como estoy, Dana. Es mejor acabar con todo lo antes posible. Lo entiendes, ¿no? ¿Me ayudarás?
Sin poder aguantarse las lágrimas, su mujer se tomó unos segundos para responder:
- Sí. Lo haré.
Se hizo el silencio entre ambos, se miraron fijamente a los ojos y Dana prosiguió:
- Te diré esto una sola vez: te apoyaré en cualquier cosa que quieras hacer porque es tu vida y tu decisión. Pero quiero que sepas que estaré contigo para siempre, no importa lo que pase. Sigues siendo tú y te amo.

Cuenta Christopher Reeve en su autobiografía, Still me (Aún sigo siendo yo), que estuvo reflexionando durante esos días impactado por la determinación de su esposa. Finalmente, tomó una decisión: iba a vivir. Y no sólo eso, sino que iba a hacer algo hermoso por sí mismo y por los demás. ¡Iba a aprovechar su vida como no lo había hecho hasta ahora!

Y, efectivamente, a partir de esa día, su vida se convirtió en una auténtica aventura como las que antes encarnaba en la ficción. Para empezar, se fijó tres objetivos. El primero, cuidarse a sí mismo de una forma ejemplar (acudir a los médicos más prestigiosos e intentar mejorar su situación médica como si de una competeción deportiva se tratase). En segundo lugar, crear una fundación para la investigación y ayuda de las personas con lesiones medulares (los fondos que aportó y la experimentación personal que llevó a cabo permitió avanzar la ciencia en ese ámbito como nunca antes). Tercero, amar a su familia y sus amigos de la forma más profunda y enriquecedora posible.

Christopher Reeve sobrevivió 9 años. El diez de octubre de 2004 falleció a causa de una infección que no pudo curarse, pero durante todo ese tiempo, tuvo una vida maravillosa. Se sintió fuerte y feliz. Su esposa y sus hijos estuvieron a su lado y disfrutaron de la sensación de estar haciendo algo verdaderamente útil y emocionante.

Con respecto a la investigación de nuevos tratamientos para las lesiones medulares, el impulso de Reeve fue determinante para hallar nuevos sistemas de curación con células madre. En aquellos años, el presidente de EE.UU. George W. Bush prohibió la investigación con esta metodología y Reeve entabló una lucha sin cuartel en contra de esa ley fanática e ilógica. Al mismo tiempo, él mismo se sometió a tratamientos innovadores fuera de Estados Unidos, en programas científicos promovidos por su fundación. Antes de morir, Reeve había logrado un hito en la medicina de las lesiones medulares: recuperar el 80% de la sensibilidad en su cuerpo. En aquellos días, declaró:
- Recuperar la sensibilidad , sentir el tacto después de tantos años es algo tremendamente significativo. Significa, nada más y nada menos, que puedo sentir cómo me tocan mis hijos.Y esto es una diferencia de una extraordinaria importancia para mí.
De hecho, gracias a su trabajo, ya se han curado algunas parálisis usando células madre como la lesión medular de la coreana Hwang Mi-soon en 2004.

En varias ocasiones, Reeve habló de su receta para el optimismo. “Es de una importancia capital no dejarse vencer nunca por la negatividad. No sólo por salud mental, sino, literalmente, por la salud física. Porque si se deja que la negatividad campe a sus anchas, la salud física se ve afectada también por graves problemas”.

Su vida estaba centrada en lo que podía hacer y no en sus limitaciones. De esa forma, conseguía hacer de cada día algo hermoso y, como descubrió, las posibilidades eran inmensas. En una entrevista que concedió en aquellos años, afirmó:
- Lo mejor que puedo hacer es empezar la jornada preguntándome algo así como, ‘Bueno, ¿qué puedo hacer yo hoy? ¿Hay algo que pueda emprender, alguna llamada de teléfono que hacer, una carta que escribir, una persona con la que tenga que hablar?’.

Años más tarde, sus tres hijos recuerdan aquella época como la más bella de su vida. Además, la experiencia fue una auténtica escuela de vivir: "Lo más admirable que aprendimos de papá y Dana fue que debíamos centrarnos en lo positivo, en vez de hacerlo en lo que no tenemos, para que veamos lo que poseemos y podríamos seguir haciendo juntos".
Las historias de Hawking o Reeve no son exactamente historias de superación, desde mi punto de vista, son relatos de salud mental. Estos hombres descubrieron la base del bienestar emocional que consiste en saber que ya poseemos todo lo necesario para tener una vida muy buena.

Todos nosotros, sea cual sea la situación en la que nos encontremos, ya podemos ser felices. ¡Hoy! Porque aunque nos falte un novio con el que vivir, un empleo seguro, compañía... todo eso no es suficiente como para quitarnos la alegría, la capacidad de hacer cosas hermosas. La mayor parte de las razones por las que nos lamentamos son humo, tonterías innecesarias para la felicidad, aunque a veces nos cueste tanto verlo.

Muchas veces, en mi consulta, hablamos sobre Stephen Hawkings o Christopher Reeve. Leemos entrevistas que dieron y fragmentos de sus biografías. Y, cuando hemos acabado de hacerlo y hemos entendido su potente mensaje, les pregunto: “¿Quieres ser tú también como Stephen Hawking?” La respuesta es siempre un decidido y potente: ¡sí!

domingo, 22 de agosto de 2010

COMPARARSE (BIEN) CON LOS DEMÁS

La tercera técnica que empleo en mi consulta para ganar racionalidad es la de compararse con otras personas que están en peor situación que la nuestra y que, sin embargo, son felices. Cada una de estas personas son pruebas de que nuestra situación no es terrible (¡nuestra situación, sea la que sea, con todos los hándicaps que tengamos!). Estas personas de las que hablaremos a continuación, como Stephen Hawking, Christopher Reeve (Superman)... nos enseñan que es posible sentirse bien en prácticamente cualquier condición porque el ser humano es así. La mente es flexible y ahí está la clave del bienestar emocional.

Recordemos que el origen del neuroticismo está en una valoración (a veces, constante) terribilizadora de muchas situaciones cotidianas. Los personajes de los que hablaremos ahora nos enseñan a no terribilizar ni siquiera en situaciones que muchas personas considerarían dramáticas. En nuestras circunstancias, que no son seguramente tan difíciles, ¿cómo no vamos a ser capaces de alcanzar la realización y el bienestar emocional?

Stephen Hawking nació en Oxford, Inglaterra, en 1942 y en esa misma ciudad estudiaría Fisica veinte años más tarde. Hawking era un veinteañero de clase media con unas grandes aptitudes para las matemáticas, un estudiante muy bueno, aunque no el mejor de su promoción. Hawking no era el típico genio infantil. Nada hacía pensar que llegaría a ser más tarde uno de los mejores científicos del siglo XX. De hecho, era famoso en el campus, más que por su habilidad para la ciencia, por su buen saque con la cerveza negra. Pero entre gamberrada y gamberrada estudiantil, Hawking fue aprobando los exámenes hasta llegar al último examen de licenciatura.

Aquella Navidad sus padres celebraron el éxito de su hijo en la cena de Nochevieja. Además, había conseguido –por los pelos- ser aceptado en la otra gran universidad de Inglaterra, Cambridge, para iniciar sus estudios de doctorado en Cosmología. - Voy a abrir esta botella que tenía revervada para este momento. ¡Por Stephen! –dijo su padre. Sirvió a los que tenía al lado y le pasó la botella a su hijo al otro lado de la mesa. Stephen agarró la botella y se dispuso a llenar su copa. De repente, no podía mantener el pulso, la botella le temblaba en la mano y sólo puedo llenar un tercio del vaso. El resto fue a parar al mantel. Todos enmudecieron, pero su padre, rápido, exclamó: - ¡Copas en alto! ¡Por Stephen! – y todos brindaron al unísono disimulando su extrañeza por la repentina falta de coordinación del chico.

Aquella misma noche, el padre de Hawking, que era médico, hizo prometer a su hijo que acudiría a hacerse unas pruebas a Londres. Y es que durante aquel año final de licenciatura, Stephen había empezado a experimentar extrañas dificultades motoras: se tropezaba con los muebles, hablaba con menor claridad y le costaba meter las llaves en las cerraduras.

A las pocas semanas, los médicos le anunciaron que tenía una rara enfermedad, Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Este problema genético produce la degeneración de toda la musculatura voluntaria del cuerpo y suele conducir a la muerte en dos o tres años. Recién salido de la universidad, Hawking supo que en pocos meses, empezaría a sufrir una parálisis irreversible y que su vida iba a acabar muy pronto.

Stephen Hawking relata que entonces, ya en Cambridge, iniciado su doctorado, cayó en una depresión muy intensa. Durante varias semanas se encerró en el cuarto de su residencia universitaria. Sus padres, sus amigos y sus profesores intentaban ayudarle, pero el muchacho se negaba a ver a nadie. Estaba pasando por las típicas fases del duelo. Se preguntaba: “¿por qué me sucede esto a mí?”, se enfadaba con el mundo por su crueldad e incluso se negaba a creer en su diagnóstico. Su mundo interior era una tormenta de miedo y ansiedad, con oleadas de rabia y desesperación. Pero una mañana fría del invierno inglés, Hawking se levantó de la cama, y con profundas ojeras bajo los ojos, se miró al espejo, y dijo: “¡Basta!”. Y no se lo dijo al universo ni a los médicos ni a su enfermedad, se lo dijo a sí mismo, a su mente.

Aquel joven estudiante se juró a sí mismo que no iba a desaprovechar los pocos años que le quedaban de vida quejándose. Iba a hacer algo valioso y a disfrutar del proceso. Mucho tiempo después, él mismo explicó que durante aquellas semanas de convalencencia emocional, construyó una nueva filosofía personal que se podía resumir en: “Quejarse es inútil y una pérdida de tiempo. Aunque me falte toda la movilidad aún hay muchas cosas maravillosas que podré hacer, entre ellas, investigar”. A partir de entonces, Hawking salió al mundo con otra mirada. Iba a aprovechar cada minuto que le diese la vida, como un regalo.

A los tres años justos, Stephen, bastón en mano, acababa su doctorado con uno de los mejores trabajos de la historia de la Cosmología sobre la teoría matemática del inicio del Universo, el Big Bang. Sobre aquel periodo, Stephen diría: “Me puse a trabajar en serio por primera vez en mi vida y vi que me gustaba hacerlo”. Stephen Hawking había dejado sin habla a la comunidad científica por el alcance de sus investigaciones. Con una capacidad de análisis asombrosa, sus teorías explicaban la formación y estructura del universo de una forma nítida. Sus explicaciones ampliaban los hallazgos de Einstein y nos dibujaban, por primera vez, cómo era el Cosmos, los agujeros negros, la luz, el tiempo... Conceptos que, en realidad, sólo unos pocos podían llegar a entender, y éstos, sólo de forma superficial.

En pocos años, se convirtió, como dijo un periodista inglés, en Máster del Universo. Tras ese primer éxito y con la cátedra de Física Teórica en el bolsillo, Stephen Hawking se casó con su primera mujer y pronto tuvo dos hijos. Mientras tanto, la enfermedad seguía su progresión condenándolo a la silla de ruedas. Aparte de la paralásis, extrañamente, su estado físico general era bueno y su vida no corría peligro, pero fue perdiendo movilidad hasta que sólo le quedaron sanos los músculos de los dedos de las manos. Cada vez que Hawking se daba cuenta de un nuevo avance de su parálisis, se decía: “¡Quejarse es una perdida de tiempo!”

Con el transcurso de los años, Stephen ha seguido investigando, acumulando premios y reconocimientos. Ha publicado un libro, Breve historia del tiempo, que ha vendido más de 10 millones de copias en todo el mundo. Pero para muchos, lo más valioso de este hombre de sólo cincuenta quilos de peso encasquetado en una silla de ruedas, es su positividad, su mensaje sobre la felicidad.

A continuación, transcribo un pequeño fragmento de una entrevista que le hicieron para el periódico catalán La Vanguardia:

En 1963 le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica. A pesar de ello, usted aha seguido con una brillante carrera como investigador. ¿Cuál es el truco?

No tengo nada positivo que decir acerca de la enfermedad motora que padezco, pero sí que me enseñó a no compadecerme, porque hay otros peor que yo, y porque yo pude seguir con lo que quería hacer. Quejarme sería inútil y una pérdida de tiempo. Es verdad, además, que ahora soy más feliz que antes de desarrollar este mal. Yo le diría a toda la gente que lo está pasando mal que hay salida de cualquier agujero negro... porque no hay peor agujero que este en el que yo vivo. Mis expectativas fueron reducidas a cero cuando tenía 21 años. Los médicos me diagnosticaron una enfermedad que, en la mayoría de los casos, concluye con el fallecimiento del paciente. En concreto, me dijeron que no acabaría con vida mi doctorado y desde entonces, todo me parece un extra. Aquel fue mi periodo oscuro, sufrí una depresión, me preguntaba por qué me tenía que pasar esto a mí, pero finalmente decidí seguir viviendo y luchar. Conocí a mi primera esposa, tuve hijos y acabé mi doctorado, con un trabajo que sentó las bases matemáticas del big bang. Pasé de sentirme lo más bajo a ser un héroe.

Y hasta el día de hoy, Stephen Hawking sigue sintiéndose un héroe de sus propia vida. En ocasiones, sufrimos porque no tenemos pareja, hijos, un trabajo seguro, no somos tan guapos o listos como quisiéramos... y, entonces, en mi consulta leemos esta entrevista y nos preguntamos: “¿Qué nos diría Hawking si nos tuviese delante ahora mismo?, ¿Qué nos diría acerca de estos hándicaps?”

jueves, 12 de agosto de 2010

SOBRE LAS NECESIDADES (extracto de mi próximo libro)

Antes de que estallase la Primera Guerra Mundial, en la década de 1910, un artista alemán llamado Erich Scheurmann, tuvo la oportunidad de pasar un tiempo en algunas islas de la Polinesia. Como la mayor parte de los occidentales que visitaban aquel lugar, todavía virgen, Scheurmann quedó fascinado con el estilo de vida samoano. Sus habitantes eran saludables, alegres y pacíficos. No conocían la propiedad privada tal y como la entendemos nosotros y se abrían a los extranjeros con sencillez, ofreciéndoles sus posesiones en un clima de armonía general. Sin duda, vivían de una forma muy ecológica, respetando la naturaleza y sin la obsesión de acumular bienes, tan propia de Occidente.

Durante su estancia en aquellas islas paradisíacas, estalló la Primera Guerra Mundial y Scheurmann fue detenido y conducido a Estados Unidos. Acabada la contienda, fue devuelto a Alemania donde decidió escribir un libro sobre la vida de los samoanos. Se trataba de un libro de ficción donde un supuesto jefe polinesio llamado Tuavii de Taiuvea, hacía una descripción del modo de vida occidental. Como si de un antropólogo se tratase, se suponía que el jefe Tuavii había visitado Europa y hacía una reflexión sobre la loca vida del hombre moderno.

Tuavii les explicaba a sus compañeros cómo eran los papalagi (los hombres blancos), seres enfermos de codicia: “Los papalagi realizan infinidad de cosas a base de mucho trabajo y privación, cosas como anillos para los dedos, matamoscas y recipientes de comida. Ellos piensan que tenemos necesidad de todas esas cosas hechas por sus manos, porque ciertamente no piensan en las cosas con las que el Gran Espíritu nos provee. Pero, ¿quién puede ser más rico que nosotros? y ¿quién puede poseer más cosas del Gran Espíritu que justamente nosotros? Lanzad vuestros ojos al horizonte más lejano, donde el ancho espacio azul descansa en el borde del mundo. Todo está lleno de grandes cosas: la selva, con sus pichones salvajes, colibrís y loros; las lagunas, con sus pepinos de mar, conchas y vida marina; la arena, con su cara brillante y su piel suave; el agua crecida, que puede encolerizarse como un grupo de guerreros o sonreír como una flor; y la amplia cúpula azul que cambia de color cada hora y trae grandes flores que nos bendicen con su luz dorada y plateada. ¿Por qué ser tan locos como para producir más cosas, ahora que tenemos ya tantas cosas notables que nos han sido dadas por el mismo Gran Espíritu?

A principios del siglo XX, mucho antes de que apareciera el ecologismo, Erich Scheurmann fue capaz de ver la abismal diferencia entre el modo de vida de ese pueblo no civilizado y el de sus compatriotas europeos y la relación entre la filosofía de vida y la salud mental.

En otra parte del libro, Tuaivii dice: “Actualmente esos Papalagi piensan que pueden hacer mucho y que son tan fuertes como el Gran Espíritu. Por esa razón, miles y miles de manos no hacen nada más que producir cosas, del amanecer al crepúsculo. El hombre hace cosas, de las cuales no conocemos el propósito ni la belleza. Sus manos arden, sus rostros se vuelven cenicientos y sus espaldas están encorvadas, pero todavía revientan de felicidad cuando han triunfado haciendo una cosa nueva. Y, de repente, todo el mundo quiere tener tal cosa; la ponen frente a ellos, la adoran y le cantan elogios en su lenguaje”.

“Pero es signo de gran pobreza que alguien necesite muchas cosas, porque de ese modo demuestra que carece de las cosas del Gran Espíritu. Los Papalagi son pobres porque persiguen las cosas como locos. Sin cosas no pueden vivir. Cuando han hecho del caparazón de una tortuga un objeto para arreglar su cabello, hacen un pellejo para esa herramienta, y para el pellejo hacen una caja, y para la caja, una caja más grande. Todo lo envuelven en pellejos y cajas. Hay cajas para taparrabos, para telas de arriba y para telas de abajo, para las telas de la colada, para las telas de la boca y otras clases de telas. Cajas para las pieles de las manos y las pieles de los pies, para el metal redondo y el papel tosco, para su comida y para su libro sagrado, para todo lo que podáis imaginar”.

Una espiral inacabable

Como dice el jefe Tuaivii, los occidentales estamos enfermos de un trastorno que podríamos llamar “necesititis”, esto es, la tendencia a creer que necesitamos cada vez más cosas (materiales e inmateriales) para sentirnos bien. Confundimos “deseos” con “necesidades” y no nos damos cuenta de que cada necesidad nos hace más infelices, más insatisfechos.

Tuaivii añade en su libro: “Cuantas más cosas necesitas, mejor europeo eres. Por esto las manos de los Papalagi nunca están quietas, siempre hacen cosas. Ésta es la razón por la que los rostros de la gente blanca parecen a menudo cansados y tristes y la causa de que pocos de ellos puedan hallar un momento para mirar las cosas del Gran Espíritu o jugar en la plaza del pueblo, componer canciones felices o danzar en la luz de una fiesta y obtener placer de sus cuerpos saludables, como es posible para todos nosotros. Tienen que hacer cosas. Tienen que seguir con sus cosas. Las cosas se cierran y reptan sobre ellos, como un ejército de diminutas hormigas de arena. Ellos cometen los más horribles crímenes a sangre fría, sólo para obtener más cosas. No hacen la guerra para satisfacer su orgullo masculino o medir su fuerza, sino sólo para obtener cosas”.

“Si ellos hicieran uso de su sentido común, sin duda comprenderían que nada de lo que no podemos retener nos pertenece y que cuando la marcha sea dura no podremos llevar nada. Entonces también empezarían a darse cuenta de que Dios hace su casa tan grande, porque quiere que haya y felicidad para todos. Y en verdad sería suficientemente grande para todo el mundo, para que todos encontráramos un lugar soleado, una pequeña porción de felicidad, unas pocas palmeras y ciertamente un punto en el que los dos pies se apoyaran".

La “necesititis” siempre produce malestar emocional porque si no poseemos esas cosas que creemos que necesitamos, nos lamentamos y somos infelices. Y si las tenemos, tampoco estamos bien por dos razones. En primer lugar, porque siempre las podríamos perder y esta posibilidad introduce la ansiedad en nuestra vida.

Ya lo decía Tuaivii: “Dios les envía muchas cosas que amenazan su propiedad. Envía calor y lluvia para destruir sus propiedades, lo envejece, derrumba y pudre. Dios también da a la tormenta y al fuego poder sobre sus cosas acumuladas. Y lo peor de todo: introduce miedo en los corazones de los papalagis. Miedo es la cosa principal que ha adquirido. El sueño de un Papalagi nunca es tranquilo, porque tiene que estar alerta todo el tiempo, para que las cosas que ha amasado durante el día, no le sean robadas por la noche. Sus manos y sentidos tienen que estar ocupados todo el tiempo agarrando su propiedad”.

La segunda razón por la que poseer necesidades inventadas también es fuente de malestar reside en que esas cosas nos desilusionan. Cuando deseamos demasiado, depositamos unas expectativas exageradas en ello y, tarde o temprano, nos caemos del caballo. Desear no tiene nada de malo. Poseer tampoco. Siempre y cuando no creamos que todo ello son necesidades. Si yo tuviese un Ferrari, lo conduciría con gusto. Me iría a pasear con él por las montañas escuchando música agradable. Pero si me lo roban, no derramaré ni una sola lágrima por él porque simplemente sé que no lo necesito para ser feliz. Ésa es la única forma razonable de desear en esta vida.