domingo, 22 de agosto de 2010

COMPARARSE (BIEN) CON LOS DEMÁS

La tercera técnica que empleo en mi consulta para ganar racionalidad es la de compararse con otras personas que están en peor situación que la nuestra y que, sin embargo, son felices. Cada una de estas personas son pruebas de que nuestra situación no es terrible (¡nuestra situación, sea la que sea, con todos los hándicaps que tengamos!). Estas personas de las que hablaremos a continuación, como Stephen Hawking, Christopher Reeve (Superman)... nos enseñan que es posible sentirse bien en prácticamente cualquier condición porque el ser humano es así. La mente es flexible y ahí está la clave del bienestar emocional.

Recordemos que el origen del neuroticismo está en una valoración (a veces, constante) terribilizadora de muchas situaciones cotidianas. Los personajes de los que hablaremos ahora nos enseñan a no terribilizar ni siquiera en situaciones que muchas personas considerarían dramáticas. En nuestras circunstancias, que no son seguramente tan difíciles, ¿cómo no vamos a ser capaces de alcanzar la realización y el bienestar emocional?

Stephen Hawking nació en Oxford, Inglaterra, en 1942 y en esa misma ciudad estudiaría Fisica veinte años más tarde. Hawking era un veinteañero de clase media con unas grandes aptitudes para las matemáticas, un estudiante muy bueno, aunque no el mejor de su promoción. Hawking no era el típico genio infantil. Nada hacía pensar que llegaría a ser más tarde uno de los mejores científicos del siglo XX. De hecho, era famoso en el campus, más que por su habilidad para la ciencia, por su buen saque con la cerveza negra. Pero entre gamberrada y gamberrada estudiantil, Hawking fue aprobando los exámenes hasta llegar al último examen de licenciatura.

Aquella Navidad sus padres celebraron el éxito de su hijo en la cena de Nochevieja. Además, había conseguido –por los pelos- ser aceptado en la otra gran universidad de Inglaterra, Cambridge, para iniciar sus estudios de doctorado en Cosmología. - Voy a abrir esta botella que tenía revervada para este momento. ¡Por Stephen! –dijo su padre. Sirvió a los que tenía al lado y le pasó la botella a su hijo al otro lado de la mesa. Stephen agarró la botella y se dispuso a llenar su copa. De repente, no podía mantener el pulso, la botella le temblaba en la mano y sólo puedo llenar un tercio del vaso. El resto fue a parar al mantel. Todos enmudecieron, pero su padre, rápido, exclamó: - ¡Copas en alto! ¡Por Stephen! – y todos brindaron al unísono disimulando su extrañeza por la repentina falta de coordinación del chico.

Aquella misma noche, el padre de Hawking, que era médico, hizo prometer a su hijo que acudiría a hacerse unas pruebas a Londres. Y es que durante aquel año final de licenciatura, Stephen había empezado a experimentar extrañas dificultades motoras: se tropezaba con los muebles, hablaba con menor claridad y le costaba meter las llaves en las cerraduras.

A las pocas semanas, los médicos le anunciaron que tenía una rara enfermedad, Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Este problema genético produce la degeneración de toda la musculatura voluntaria del cuerpo y suele conducir a la muerte en dos o tres años. Recién salido de la universidad, Hawking supo que en pocos meses, empezaría a sufrir una parálisis irreversible y que su vida iba a acabar muy pronto.

Stephen Hawking relata que entonces, ya en Cambridge, iniciado su doctorado, cayó en una depresión muy intensa. Durante varias semanas se encerró en el cuarto de su residencia universitaria. Sus padres, sus amigos y sus profesores intentaban ayudarle, pero el muchacho se negaba a ver a nadie. Estaba pasando por las típicas fases del duelo. Se preguntaba: “¿por qué me sucede esto a mí?”, se enfadaba con el mundo por su crueldad e incluso se negaba a creer en su diagnóstico. Su mundo interior era una tormenta de miedo y ansiedad, con oleadas de rabia y desesperación. Pero una mañana fría del invierno inglés, Hawking se levantó de la cama, y con profundas ojeras bajo los ojos, se miró al espejo, y dijo: “¡Basta!”. Y no se lo dijo al universo ni a los médicos ni a su enfermedad, se lo dijo a sí mismo, a su mente.

Aquel joven estudiante se juró a sí mismo que no iba a desaprovechar los pocos años que le quedaban de vida quejándose. Iba a hacer algo valioso y a disfrutar del proceso. Mucho tiempo después, él mismo explicó que durante aquellas semanas de convalencencia emocional, construyó una nueva filosofía personal que se podía resumir en: “Quejarse es inútil y una pérdida de tiempo. Aunque me falte toda la movilidad aún hay muchas cosas maravillosas que podré hacer, entre ellas, investigar”. A partir de entonces, Hawking salió al mundo con otra mirada. Iba a aprovechar cada minuto que le diese la vida, como un regalo.

A los tres años justos, Stephen, bastón en mano, acababa su doctorado con uno de los mejores trabajos de la historia de la Cosmología sobre la teoría matemática del inicio del Universo, el Big Bang. Sobre aquel periodo, Stephen diría: “Me puse a trabajar en serio por primera vez en mi vida y vi que me gustaba hacerlo”. Stephen Hawking había dejado sin habla a la comunidad científica por el alcance de sus investigaciones. Con una capacidad de análisis asombrosa, sus teorías explicaban la formación y estructura del universo de una forma nítida. Sus explicaciones ampliaban los hallazgos de Einstein y nos dibujaban, por primera vez, cómo era el Cosmos, los agujeros negros, la luz, el tiempo... Conceptos que, en realidad, sólo unos pocos podían llegar a entender, y éstos, sólo de forma superficial.

En pocos años, se convirtió, como dijo un periodista inglés, en Máster del Universo. Tras ese primer éxito y con la cátedra de Física Teórica en el bolsillo, Stephen Hawking se casó con su primera mujer y pronto tuvo dos hijos. Mientras tanto, la enfermedad seguía su progresión condenándolo a la silla de ruedas. Aparte de la paralásis, extrañamente, su estado físico general era bueno y su vida no corría peligro, pero fue perdiendo movilidad hasta que sólo le quedaron sanos los músculos de los dedos de las manos. Cada vez que Hawking se daba cuenta de un nuevo avance de su parálisis, se decía: “¡Quejarse es una perdida de tiempo!”

Con el transcurso de los años, Stephen ha seguido investigando, acumulando premios y reconocimientos. Ha publicado un libro, Breve historia del tiempo, que ha vendido más de 10 millones de copias en todo el mundo. Pero para muchos, lo más valioso de este hombre de sólo cincuenta quilos de peso encasquetado en una silla de ruedas, es su positividad, su mensaje sobre la felicidad.

A continuación, transcribo un pequeño fragmento de una entrevista que le hicieron para el periódico catalán La Vanguardia:

En 1963 le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica. A pesar de ello, usted aha seguido con una brillante carrera como investigador. ¿Cuál es el truco?

No tengo nada positivo que decir acerca de la enfermedad motora que padezco, pero sí que me enseñó a no compadecerme, porque hay otros peor que yo, y porque yo pude seguir con lo que quería hacer. Quejarme sería inútil y una pérdida de tiempo. Es verdad, además, que ahora soy más feliz que antes de desarrollar este mal. Yo le diría a toda la gente que lo está pasando mal que hay salida de cualquier agujero negro... porque no hay peor agujero que este en el que yo vivo. Mis expectativas fueron reducidas a cero cuando tenía 21 años. Los médicos me diagnosticaron una enfermedad que, en la mayoría de los casos, concluye con el fallecimiento del paciente. En concreto, me dijeron que no acabaría con vida mi doctorado y desde entonces, todo me parece un extra. Aquel fue mi periodo oscuro, sufrí una depresión, me preguntaba por qué me tenía que pasar esto a mí, pero finalmente decidí seguir viviendo y luchar. Conocí a mi primera esposa, tuve hijos y acabé mi doctorado, con un trabajo que sentó las bases matemáticas del big bang. Pasé de sentirme lo más bajo a ser un héroe.

Y hasta el día de hoy, Stephen Hawking sigue sintiéndose un héroe de sus propia vida. En ocasiones, sufrimos porque no tenemos pareja, hijos, un trabajo seguro, no somos tan guapos o listos como quisiéramos... y, entonces, en mi consulta leemos esta entrevista y nos preguntamos: “¿Qué nos diría Hawking si nos tuviese delante ahora mismo?, ¿Qué nos diría acerca de estos hándicaps?”

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