¿Quién no ha deseado alguna vez ser de otra manera? Quizás más extrovertido, más
positivo, más seguro, más decidido, más asertivo…
¿Y quién no ha anhelado tener una vida distinta de la que tiene? Tal vez una vida en plena naturaleza,
sin presión laboral, sin estrés, sin rígidos horarios, sin jefes…
El deseo de transformar nuestra forma
de ser y nuestra forma de vida no tiene nada de malo, pero es importante saber
para qué queremos cambiarlos y de donde nace ese deseo de cambio.
Imaginemos que soy una persona
extremadamente tímida, incapaz de interactuar socialmente y que por eso me menosprecio, me considero
inferior al resto e indigna de recibir amor. Creeré, por tanto, que necesito ser más extravertida para ser mejor, más valiosa
y merecedora del afecto de los demás. En este caso, el cambio proviene del
rechazo a mí misma y de la
sensación de ser menos e insuficiente. Sin embargo, aunque me convierta en la persona más extravertida y amada
del mundo, la sensación de
escasez no desaparecerá, siempre necesitaré ser “mejor” y sentirme más
querida.
Ahora supongamos que me acepto con
mi introversión y me siento
plena e igual de valiosa que cualquier otra persona. Soy feliz a pesar de mi
timidez, pero eso no significa que no tenga deseos y, en concreto, puedo anhelar cultivar la amistad, aprenderé,
entonces, a ser menos tímida para
lograrlo. En este caso, el
objetivo de cambiar mi forma de ser es tener amigos para compartir
experiencias, intereses y cariño con ellos, pero no para que llenen ningún
vacío puesto que ya me siento llena. El deseo de cambio nace de la
aceptación, de la plenitud y de sentirme en paz conmigo misma.
De igual manera, si rechazo, por
ejemplo, mi vida en la ciudad porque creo que es la causa de mi estrés o de
mi ansiedad, y me traslado al campo con la esperanza de encontrar allí la
felicidad, solo conseguiré estar exteriormente más tranquila, pero no con
más tranquilidad interior. Lo cual me llevará a realizar nuevos y
constantes cambios en mi vida con el propósito de que me hagan sentir realmente
feliz, sin llegar nunca a lograrlo. Siempre me acompañará la impresión de no estar
haciendo lo que debería hacer ni estar en el sitio en el que debería estar.
Por el contrario, si acepto, aunque
no me guste, mi vida urbana, podré darle un giro porque me apetezca
desarrollar una actividad vocacional en un medio rural, porque desee vivir más
en contacto con la naturaleza o por cualquier otro motivo, pero nunca con la
intención de que ese cambio me proporcione felicidad, ya que la aceptación me ha dado la tranquilidad
interior que ni el campo ni cualquier otro entorno o
situación me pueden dar.
La clave está en dar valor
a nuestra esencia como seres humanos, que no es otra cosa que la capacidad de
amar, a nosotros, a los demás y a la vida. Valorar la forma de nuestra esencia y de nuestra
vida por encima de la esencia y de la vida en sí mismas, sería como decir que
una galleta con forma de estrella es mejor que otra con forma de luna, cuando
ambas están hechas de la misma masa. Lo valioso es la masa, o lo que es lo
mismo, el ser y la vida, la forma es solo algo anecdótico que puede
resultar muy útil a nivel práctico pero no tanto a nivel emocional.
El amor o aceptación incondicional a nosotros mismos y a la vida
nos conducirá a un
estado de paz interior que no alcanzaremos cambiando los aspectos que no nos gustan de nosotros
o de nuestra existencia. Después, desde ese estado de serenidad, podremos
realizar cuantos cambios deseemos porque nos resulten útiles para lograr nuestros objetivos o
sencillamente porque nos apetezca, pero no porque pretendamos encontrar en
ellos la felicidad.