Hace unos días, mientras asistía
a un curso, una compañera comentaba abiertamente que ella “era muy
competitiva”, e incluso añadía que “si alguien, en algún aspecto, se le cruzaba
en su camino, lo apartaría sin más”. No se refería concretamente al transcurso
del taller en el que participábamos, sino en su vida en general.
Ser competitivos es interesante,
¿no? En numerosos aspectos de nuestro día a día -y sobre todo en el terreno
laboral o educativo- todo parece centrarse en ser más eficientes, más
competentes, mucho más efectivos, y a ser posible, ser líderes. Y claro, para
eso, lo deseable es ser competitivo.
A las personas competitivas se
les tiene en buena consideración por parte de muchos otros que se “ven” en
ellos, que quieren ser así, y prosperar, destacar, sobresalir del mismo modo.
Quieren tener más y estar mucho más y mejor reconocidos, así -creen- se
sentirán mucho mejor, por fin se sentirán bien siendo ejemplo a seguir por los
demás, llegando los primeros, destacando en algo o en todo.
Podemos decir que ser competitivo
es deseable y síntoma claro de ser ganadores, de poder llegar a todo, superar
obstáculos, y sobresalir de entre los demás. Porque, claro, eso de sobresalir
de entre los demás está muy bien, solo así podremos llegar a ser ganadores. O
no.
La competitividad se mece en los
brazos del desconocimiento de nuestro verdadero enfoque en la vida. Tranquilos,
que no me voy a poner muy espiritual con estas cosas, sólo un poquito, lo justo.
Mirad, estamos aquí no para destacar, sino para vivir, así, sin más, porque
vivir, y hacerlo en la plenitud de poder aprovechar lo que el día a día nos
ofrece, es mucho, muchísimo, incluso a veces pienso que demasiado.
Podríamos remontarnos a hace más
de un siglo, cuando la racionalidad instrumental encaminaba a muchas personas a
lograr sus metas sin importarles los caminos a recorrer, era basarse en no
mirar cómo llegar sino enfocarse en llegar y obtener beneficios, a veces a
cualquier precio, no importaban los medios ni los efectos. Producir, producir,
producir, y ganar, ganar, ganar… Este razonamiento impulsó grandes fortunas y
llevó a algunos países a controlar, dominar, el mundo.
La cultura de ser ganadores y
conseguir ser los mejores, los primeros, adelantó hace mucho a la cultura de
ser y estar, con nosotros mismos y con los demás, sin carreras ni competencias,
aportando lo que sabemos y podemos para una construcción común de la sociedad
que busca la mejora de las personas. Hoy, en esta segunda década del siglo XXI,
ser ganador, ser el primero, ser vencedor sobre los demás, y serlo en beneficio
propio, sigue siendo un objetivo prioritario para muchas, muchísimas personas.
Ser competitivos, por ello, está inmerso en nuestra cultura, en nuestra sociedad,
en nuestra vida.
Seguimos buscando obtener
provecho propio y de forma individual sin importarnos mucho, o no importarnos
nada, los demás. Y ojo, que no voy por derroteros sociales con estos
comentarios, estoy encaminándome a la persona competitiva, porque como
competitiva puede “parecer ser” como se quiera construir, imaginar, disfrazar,
atendiendo a una autoimagen y un autoconcepto condicionados por el principio de
”tener más” -poder, éxito, posesiones, belleza, influencias…- para ser
reconocidos por los demás; pero como persona es lo que es y como es, puede
potenciarse como ser, pero nunca, nunca, obtendrá beneficios si ese
potenciamiento no está alineado con su naturaleza, y las personas, en esencia,
no necesitamos la competitividad, no al menos en los extremos que vemos a
nuestro alrededor.
Si nos obligamos a ser
competitivos porque nuestro entorno lo es, estaremos viviendo de forma
condicionada a lo que necesitamos, luego el desequilibrio o la neurosis acechan
constantemente. Si nos basamos en ser competitivos para justificar que pasamos
por encima de los demás sin importarnos demasiado, es que nos hemos desvirtuado
como personas, actuamos pero no construimos, instrumentalizamos nuestra
existencia atendiendo a una competitividad que sólo nos llevará a estar por
encima de otros, a tener más, pero no a ser mejores ni facilitar el camino a
otras personas.
Si la competitividad te ha ganado
el pulso en tu vida, entonces es que has llegado al momento de reaccionar,
porque la competitividad te exprime y nunca te enriquece en lo vital, puede que
lo material se multiplique y que te sientas más reconocido o reconocida, más
admirado o admirada, pero hablamos de espejismos, otra persona más competitiva
-o con menos escrúpulos aún- está en tu estela, esperando la ocasión para pasar
por encima de ti…
Y ya tenemos el lío organizado:
necesitamos seguir siendo el mejor, y tenemos miedo a dejar de serlo, esto me
suena de algo. Cuando llegas a este punto la vida te cambia, ¡ya lo creo!,
entonces es cuando comienzas a padecer las “excelencias” de la competitividad,
y puede que inicies un camino complejo del que cuanto antes te salgas, mucho
mejor.
La competitividad es un lastre, y
sobre ello, una tontería muy pero que muy gorda cuando nos lo creemos y no
somos reflexivos al respecto. Puedes ser un magnifico profesional y no pasarte
en lo competitivo, puede que tengas que alinearte con tu entorno para mejorar,
pero si no lo interpretas bien y te dejas seducir por buscar ser quien
sobresalga a toda costa, el camino será complicado, y los resultados
verdaderos, nunca te compensarán.
Ser competitivo de forma
desmedida cambia a las personas y rara
vez para mejor; las aísla, incomunica, aparta de un entorno constructivo, y
estanca en lo afectivo. Quien se basa en la competitividad rara vez se lleva
bien con sus emociones, aunque haga gala con frecuencia de la ira como
instrumento de persuasión o dominio. Pero cuando se queda a solas, con su
propio ser, el miedo, la tristeza, buscan sus caminos.
Ser competitivo exige exigirte
cada vez más y más, y las personas no somos así, no al menos para superar a los
demás y “ganar”. Sí podemos serlo para superarnos a nosotros y ayudar con ello
a los demás, eso es muy diferente. Piensa al respecto, tal vez te merezca la
pena dedicar unos minutillos a ello.