Si en alguna ocasión habéis confesado a alguien cercano un
miedo o una debilidad que tenéis, muy probablemente su respuesta haya sido:
“Uy, pues eso no puede ser, tienes que hacer algo para superar ese
miedo”.
¿Dónde está escrito que no podamos tener miedos? ¿Por qué no nos
permitimos ningún resquicio de temor, inseguridad o perturbación emocional? ¿No nos basta con autoexigirnos un cuerpo escultural, un
magnífico trabajo, muchos amigos, una vida interesante, buena salud física,
inteligencia, imagen intachable, pareja, hijos, una casa fantástica….? Parece
que no es suficiente, también nos exigimos estar siempre anímicamente bien,
es decir, de buen humor, alegres, sin malos rollos, sin preocupaciones, con
ganas de hacer cosas…
Una cosa es desear alcanzar la felicidad y evitar el
sufrimiento, y otra muy distinta imponernos como obligación no sufrir nunca
ningún tipo de alteración emocional. Esta es una meta perfeccionista y, por
tanto, inalcanzable, ya que el sufrimiento forma parte de la condición
humana. Nadie, por muy fuerte que sea emocionalmente, está exento de
experimentar en algún momento de su vida malestar emocional. De la misma
manera que alguien con una salud de hierro tampoco está totalmente libre de
contraer una enfermedad en un momento dado.
Para abordar este asunto, lo primero que tenemos que hacer es aceptarnos
y, en consecuencia, querernos tal y como somos, no querer cambiar ni mejorar
nada de nosotros, porque ya estamos bien así, no necesitamos ser de otra
manera para ser felices. Por tanto, no debemos renegar de nuestros defectos,
fallos, carencias, neuras, emociones perturbadoras…, ni luchar contra ellos,
porque de sobra es sabido que a lo que te resistes, persiste. Y tampoco
tenemos que autodespreciarnos por no ser perfectos, nadie lo es ni falta
que hace para disfrutar de la vida.
Una vez que dejamos de juzgarnos con dureza y aceptamos como
parte de nosotros todo aquello que no nos gusta, podemos considerar la
posibilidad de hacer algo para cambiarlo o podemos dejarlo estar.
Supongamos, por ejemplo, que un amigo de Pepe le pide a éste
dinero prestado, pasa el tiempo y no se lo devuelve. Pepe, que no se
caracteriza precisamente por ser asertivo, no se lo reclama y siente rabia
hacia su amigo por no haberle devuelto el dinero (“¡Qué caradura! Es un
impresentable. Debería haberme devuelto el dinero”), pero está más
furioso aun consigo mismo por no haber sido capaz de pedirle el dinero
prestado (“¡Soy un completo imbécil! He perdido mi dinero, con la falta que
me hace. Debería haberme atrevido a pedírselo”).
Si Pepe se acepta de manera incondicional con su falta de
asertividad, dejará de castigarse y de mortificarse por ello. Después, desde la tranquilidad, podrá optar por trabajar
las creencias irracionales que interfieren a la hora de expresar sus
opiniones, deseos o sentimientos, o podrá continuar siendo una persona poco
asertiva, puesto que es un defecto que tiene aceptado y que no le impide
ser feliz.
De todas formas, si una vez aceptada su falta de asertividad,
Pepe decide tratarla y superarla hasta convertirse en el ser humano más
asertivo del planeta, y también consiguiese, cosa poco probable, vencer el
resto de sus neuras, eso no le haría ni más feliz ni más valioso, porque
tener mucha fortaleza emocional es como tener un físico espectacular, no es
más feliz el que más se acerca a la perfección física o mental, sino el que se
acepta con sus imperfecciones y no necesita ser diferente de como es.
Es peor el sufrimiento que produce el hecho de no aceptarnos
como seres emocionalmente imperfectos llenos de inseguridades y neuras, que el
que nos generan las propias neuras. Por ejemplo, si
tenemos miedo a volar sufrimos más por exigirnos no tener esa fobia (“No
debería tener este miedo, las personas normales no sienten pánico al coger un
avión, algo no funciona en mí…”), que por el malestar que nos causa la
fobia en sí misma (“Sería terrible morir en un accidente aéreo”). No
aceptar nuestras debilidades emocionales añade sufrimiento al sufrimiento.
En definitiva, el camino de la aceptación nos conduce a la
plenitud y a la serenidad, mientras que el camino de la perfección,
lejos de acercarnos a la felicidad, nos distancia cada vez más de ella,
ya que perseguir algo tan inalcanzable como la perfección, además de resultar
agotador, produce frustración, insatisfacción y vacío.