jueves, 19 de noviembre de 2015

REFLEXIONES DE MONTSE: CENICIENTA 3.0


“Yo sólo quiero un poquito de lo que todo el mundo tiene: encontrar un hombre que me quiera y me proteja, con el que tener hijos y construir un hogar estable en el que me sienta segura. Me da igual no ser independiente, lo que quiero es ser feliz. ¿Acaso pido demasiado?”.

Estas palabras pronunciadas por una mujer en sus cuarenta constituyen un lamento cuya frecuencia debería resultar sorprendente en una época que, -virtualmente- brinda igualdad de oportunidades a todos los seres humanos para desarrollarse personal y profesionalmente. En el marco de la consulta psicológica no se trata de una expresión insólita, muy al contrario, mujeres de todas las edades, -muchas en la veintena-, admiten albergar dentro de sí una esperanza que no siempre se atreven a manifestar abiertamente. Y aun es más frecuente el número de mujeres que se comportan de acuerdo a esa creencia sin ser conscientes de ella. Unas y otras sufren. En ambos casos existe un deseo, –explícito o no-, experimentado como una imperiosa necesidad que, de no cumplirse, las abocará a lo que temen: una vida de desamor, soledad y frustración. Las mujeres que piensan así ni siquiera se plantean que, aun encontrando la relación por la que suspiran, ésta podría no tener un final feliz. En muchos casos rechazan a hombres fantásticos porque no acaban de encajar con el ideal de príncipe que está en su mente.

Desear una vida familiar es muy lícito. Exigir que esa vida sea la proveedora exclusiva y permanente de estabilidad, seguridad y felicidad es una ingenuidad propia de los cuentos de hadas. El miedo subyacente a esa manera de pensar va mucho más allá del temor a ser tildadas de ingenuas, se trata de miedo a la independencia, miedo a desarrollarse como seres humanos, a ser plenamente responsables de sus vidas, únicas creadoras de sus éxitos y únicas víctimas de sus fracasos, libres de decidir cómo, dónde y con quién quieren compartir su vida. ¿De dónde procede ese miedo?

Para ser libre hay que ser independiente. Y a la inversa. La libertad de la que estamos hablando aquí viene dada principalmente por la independencia emocional y financiera. La independencia consiste en la libertad de escoger los valores que nos permitirán, -por ejemplo-, vivir solos o acompañados según prefiramos en cada momento de nuestra vida. Para ser libres e independientes hay que pensar como personas libres e independientes. La manera de desenvolvernos, decidir y actuar en el entorno se corresponde siempre con nuestros valores; la sabiduría o la insensatez en que éstos se basen darán lugar a resultados emocionales acordes. Una persona dependiente jamás se comportará como un individuo libre.

Es absolutamente anacrónico, inflexible, injusto y extremadamente doloroso supeditar nuestra felicidad a otra persona. Nuestra felicidad y también nuestra prosperidad. A veces hay que invertir los términos para darnos cuenta de lo surrealista del tema: jamás un muchacho se ha planteado que necesita encontrar una jovencita que le solucione la vida; nunca una jovencita ha crecido convencida de que tendrá que seguir manteniendo a aquellos chicos con los que haya contraído un vínculo legal aunque ya no conviva con ellos. Aunque formulado así nos parezca grotesco, la triste evidencia es que tales extremos existen en sus acepciones originales y que sólo conducen en uno y otro caso al estancamiento, a la inacción y por empatía a la indefensión, incapacidad y menoscabo de la propia estima. El que sabe que tendrá que arreglárselas para sobrevivir si se cae a una piscina, aprende a nadar. El que no se ha planteado aprender a nadar siempre encuentra alguna excusa que justifique su grito de socorro, y si nadie acude, simplemente se hunde. En un paisaje como este no es de extrañar que muchos hombres sientan “miedo al compromiso” y muchas mujeres sientan “miedo a la libertad”; han establecido una relación coste/beneficio que socava sus posibilidades.

El impacto de los modelos socio-culturales con los que hombres y mujeres hemos crecido ha sido realmente cruel para nuestra generación. El legado de la sociedad de nuestros antepasados está absolutamente fuera de lugar y choca frontalmente con las necesidades actuales, necesidades reales y muy complicadas de satisfacer siguiendo unos esquemas mentales “prehistóricos”. Por si fuera poco el esfuerzo individual que tenemos que hacer para desprendernos de esa herencia, una cierta parte de la industria cinematográfica, musical, literaria, y de la moda, sigue contribuyendo a fomentar y sustentar prototipos que a fuerza de persistencia han arraigado en el subconsciente colectivo con tanta rotundidad que en muchos casos se aceptan como “normales”. Sólo tenemos que fijarnos en las conversaciones que mantienen grupos de hombres y mujeres (por separado) en los que tales estereotipos emergen con total espontaneidad y son fervorosamente alentados por los congéneres.

El sufrimiento actual de los hombres y mujeres atrapados en juicios arcaicos es fruto de un modelado que ha sobrevivido durante siglos. Hace sólo un par de generaciones que el ideario social otorgaba a las mujeres un único rol: el de amas de casa hacendosas, madres entregadas y esposas serviles. En un lapso de tiempo brevísimo las princesas se han despertado horrorizadas al comprobar que no pueden seguir ejerciendo el personaje para el que fueron educadas. Muchas de ellas de repente un día están solas, se encuentran divorciadas, con o sin hijos a su cargo; o solteras, bordeando la cuarentena desesperadas por satisfacer su instinto maternal; algunas volviendo de nuevo a trabajar tras un largo período de inactividad laboral; otras plenamente dedicadas al trabajo con jornadas que apenas les dejan tiempo para los hijos o para ellas mismas, y otras sin ni siquiera encontrar un trabajo digno con el que subsistir. Grandes dificultades con las que lidiar, sin duda. Pero lo más triste de esas situaciones es que muchas de esas mujeres siguen considerando que la solución definitiva pasa por acabar encontrando al príncipe que las redima.

Los “príncipes” tampoco se encuentran en una situación halagüeña. También ellos viven en pleno siglo XXI con las rémoras de una educación que les presupone cualidades, capacidades y fortalezas innatas. La realidad es muy distinta. Radicalmente distinta. Son muchos los hombres que permanecen estancados en un matrimonio infeliz porque su condición mental de “príncipe-protector” no les permite si quiera plantearse “abandonar” a los suyos, consideran un deber anteponer la protección de la pareja o de la familia a su propia felicidad. Se avergüenzan de desear tímidamente aquello para lo que fueron educados: ser independientes, o al menos libres para decidir si quieren serlo o no. En otros casos son muy conscientes de que permanecer en el hogar aun a pesar de que el vínculo con su pareja se haya extinguido les impide satisfacer el anhelo de iniciar una nueva vida: “Me iría si pudiese, pero no gano lo suficiente como para mantener a mis hijos, a mi futura ex-esposa y además seguir adelante yo solo”. Otros han optado por dejar el hogar convencidos de que permanecer en él sería una farsa, y luego se encuentran sin maniobrabilidad para manejar sus propias vidas porque una parte sustanciosa de su esfuerzo laboral está dedicada a subvencionar el pasado.

Las consecuencias del bombardeo cultural son demoledoras para ambos. No es que las mujeres quieran ser dependientes, es que al no haber sido educadas para la libertad se agarran desesperadamente a la antigua carroza ahora convertida en calabaza si al menos les provee de alimento. No es que los hombres quieran ser guerreros, es que se les ha educado para luchar por los demás y no se les permite ni flaqueza alguna ni mucho menos abdicar de sus responsabilidades para con la manada; si alguno tiene la tentación de darle una patada a la calabaza es probable que acabe ante los tribunales. Unos y otros somos víctimas de una impronta cultural de la que tal vez no podemos escapar colectivamente, pero sí individualmente. La multitud siempre está formada por individuos, la sociedad no es un concepto abstracto. Si cada uno de nosotros aporta su esfuerzo personal para cambiar los patrones de pensamiento y conducta lograremos una sociedad más saludable y justa. De nosotros depende contribuir a seguir manteniendo los principios obsoletos que nos han inoculado o bien decidir pensar, sentirnos y comportarnos como lo que realmente somos: personas, -independientemente del género-, con capacidades, iniciativas y potencial propios. Si no los hemos desplegado tal vez es porque, -instigados por la insensatez colectiva-, hemos escogido el camino fácil: “que lo haga el otro por mí”.

Es indudable que lo que hemos aprendido por absorción y por experiencia influye en nuestra manera de pensar y de actuar, pero eso no significa que sea categóricamente determinante y que no tengamos la facultad de modificarlo. No es sólo que podamos hacerlo, es que tenemos que hacerlo. Podríamos empezar por cambiar los “debería” que hemos heredado sobre el concepto de pareja. Deberíamos negarnos a pensar en nuestra pareja actual o futura como una prótesis sin la cual nunca podríamos seguir adelante; deberíamos negarnos a considerar nuestra anterior pareja como una parte de nosotros que nos ha sido extirpada y que nos es imprescindible para sobrevivir. Las parejas sanas, funcionales y por ende más felices son las que comparten la vida conscientes de que si la convivencia se acaba ambos seguirán adelante, tal vez con cierta pena, pero nunca con la convicción de haber caído en un abismo. Tampoco exigirán que la relación finiquitada se convierta en un lastre para la persona a la que han amado. Si nuestro ejemplo sirve de modelo para la futura generación, no sólo nos habremos despojado de las ataduras mentales propias, también dejaremos esa huella en nuestros hijos. Podemos acabar con Cenicienta y postergarla al único lugar que merece: el estante de los cuentos infantiles de la generación Disney.

El “Síndrome de Cenicienta” fue descrito por Colette Dowling en 1981 y tres décadas más tarde continua vigente. No se trata de un “diagnóstico” oficialmente reconocido, sino de unas pautas mentales que dirigen el esfuerzo de la mujer a la búsqueda del príncipe como dotador de felicidad aderezada con seguridad económica y emocional. El sufrimiento no sólo procede de la frustración de expectativas tan irrealistas, también hay un tremendo sentimiento de insuficiencia que emerge si no se consigue seducir al candidato escogido. Dowling identificó la dependencia psicológica de las mujeres que se sienten incompletas, frágiles, inseguras, asustadas, desnudas, incompetentes… sin la presencia de un hombre en sus vidas. Independientemente de que sean amas de casa o profesionales exitosas, estas mujeres son reacias a comprometerse con su independencia; la idea de ser autónomas les resulta abrumadora, les genera ansiedad pensar en resolver ellas solas los conflictos con los que puedan encontrarse; les hace sospechar que ser libres conlleva renunciar a su feminidad y se perciben a sí mismas como no-realizadas. Pero no es la naturaleza la causante de este desatino, es simple y llanamente falta de entreno debido a siglos de condicionamiento cultural que no les ha permitido ejercer su libertad.

También los príncipes actuales son víctimas de las limitaciones impuestas en el pasado. Se les atribuye la misión de suministradores de todo aquello que ellas son presuntamente incapaces de conseguir por sí mismas. Ellos siguen siendo “cavernícolas que salen a cazar”. Antes cazaban mamuts, ahora oportunidades de negocio. Su rol laboral ha cambiado en las formas, pero no en el fondo. Lo que ha cambiado en el fondo son las expectativas de lo que deben hacer cuando regresan a la cueva. Los que nunca han vivido solos es probable que no sepan cómo poner en marcha una lavadora puesto que su madre no consideró necesario enseñárselo (su padre tampoco sabía cómo hacerlo). Su compañera actual se desespera cuando ellos no tienen la predisposición o la iniciativa de llevar a cabo tareas domésticas a las que ellos no prestan atención porque su “programación mental” no ha sido diseñada para esos fines: “Mi mujer me considera un inútil, me mira con desprecio y me dice: deja, ya lo hago yo”.

“Príncipes” y “princesas” siguen existiendo. Me atrevo a afirmar que el Complejo de Cenicienta ha perdurado en el tiempo y que simplemente se han desarrollado actualizaciones del síndrome. Lo mismo podríamos decir respecto a los príncipes. En el entorno informático se utilizan las terminaciones numéricas para nombrar las actualizaciones de un programa y esas terminaciones acaban en “.0” cuando se refieren a una versión realmente novedosa. Utilizando la nomenclatura informática os presento una visión personal sobre la evolución del síndrome de Cenicienta.

Cenicienta 1.0: La Cenicienta de Disney nos muestra al príncipe como el benefactor que colmará las necesidades de la jovencita desvalida, explotada por su madrastra y condenada a una vida desgraciada y servil para la que no hay salida si la suerte no llama a su puerta. Las especificaciones del príncipe son claras y su valor funcional indiscutible: tiene las prestaciones necesarias para resolverle la vida a la chica convirtiéndola en princesa. El príncipe es el bien soñado por todas las jóvenes, es la mejor adquisición posible, si fuera un detergente sería “el que lava más blanco”. ¿Quién se quedará con él? ¿Cuál será la jovencita digna de vivir en palacio? La respuesta es clara: el Palacio había invitado al baile a todas las muchachas del reino y consecuentemente, se quedará con el príncipe aquella a la que le encaje perfectamente el zapato de cristal. Cualquier mujer con un pie demasiado grande no es merecedora de esa suerte.

Cenicienta 2.0: Pretty woman da una vuelta de tuerca al asunto. Ahora la historia es mucho más creíble. En la película queda patente la conexión emocional que se va estableciendo entre ellos a medida que se conocen, algo que ni siquiera se consideraba primordial en la Cenicienta original. Los personajes no pertenecen a un reino de fantasía, viven en el mundo real. El príncipe ya no está legitimado por su linaje sino que es mucho más asequible a todos los públicos: un apuesto millonario que casualmente circula por la misma calle en la que la princesa ejerce su profesión. Una profesión que naturalmente no desea, sólo le permite a duras penas subsistir. Ella sigue emitiendo el mensaje de que necesita ser rescatada. Sus maneras son impropias de una princesa pero susceptibles de ser pulidas con la ayuda del gerente del hotel que ejerce de hada madrina. Él es una versión muy mejorada del príncipe anterior puesto que sus méritos son fruto del esfuerzo de haberse hecho a sí mismo. Las jovencitas de los años noventa probablemente no soñaban con viajar en carroza, pero la película les recordó que su príncipe puede aparecer a bordo de un deportivo deslumbrante cuando menos se lo esperen.

Cenicienta 3.0: Con 50 sombras de Grey alcanzamos una nueva etapa en la que los valores se suman a la satisfacción de los protagonistas. El príncipe original transformado en millonario se nos presenta ahora como un hombre que tiene los mismos atributos que los anteriores y además da a la princesa la posibilidad de exorcizarle de sus sombras. Grey es el príncipe perfecto, sus bondades satisfacen las carestías económicas, profesionales, familiares, intelectuales, eróticas y hasta espirituales. Colma todas las necesidades, todos los deseos y para no dejar puntada sin hilo, al final de la historia provee a la princesa de una descendencia a la altura de las circunstancias. Aunque ella muestra algún atisbo de auto-confianza, esta se desvanece cuando se atormenta debatiéndose entre lo que desea y teme a la vez. Pensar en su amado como un ser con sus propias miserias (aunque sólo sean psicológicas), -que ella pretende ayudarle a disipar-, confiere al príncipe una debilidad que los anteriores no tenían. Los personajes de esta historia querrán ayudarse mutuamente, pero lo que cada uno puede aportar a la relación sigue conservando las características primigenias. Menos mal que juntos contribuirán a hacer del mundo un lugar mejor.

Aquí estamos. Con una larga sombra proyectada desde el edulcorado cuento de Disney que sigue abrazando los más recónditos anhelos de las cenicientas, ahora colmados por príncipes que según parece podemos encontrar a la vuelta de la esquina. El impacto de los tres formatos de Cenicienta se ha hecho omnipresente en la cultura popular y ha sido tan brutal que no sólo ha mantenido el mito, sino que lo ha potenciado hasta límites tan psicológicamente enfermizos como para que demasiadas personas sigan convencidas de que su bienestar llegará cuando “vivan del cuento”.

Montse Rovira

6 comentarios:

  1. Muchas mujeres y hombres han dejado su carrera profesional porque han decidido trabajar para la familia o dedicarse plenamente a ella y no creo que sea menospreciable esta decision se supone que lo han decidido la pareja.Por lo tanto esa dependencia que dices que esiste yo la llamo colaboración. Si el contrato o la union de la pareja se extingue la persona que ha estado trabajando en el hogar por decision de ambos tiene que tener unos derechos como cualquier trabajador.No queramos ser tan autosuficientes porque cualquier persona, pueblo, o estado siempre necesitara la colaboracion de otros para conseguir un fin .

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  2. Bastante bueno y real lo compartido por esta psicologa cogniriva.

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  3. Colaboración o necesida (por ende), sufrimiento y malos sentimiento?

    La colaboración no se puede usar expiación de algo tan irracional como la necesidad de lo compartido en este diálogo por Montze.

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  4. Pues a mi el que una mujer por decisión propia, si no a sido de estudiar o de sacar buenas notas y no a podido llegar a tener un trabajo digno, y no explotado como muchos que tienen la personas poco cualificadas, y entonces decide dedicarse al hogar y a los hijos, y su marido sale a trabajar y también en cuanto puede colabora con la casa y ayuda a los hijos con sus deberes, es un yo te doy y tu me das, pero igual a esa mujer le hace feliz eso, su marido trabaja y ella se realiza haciendo algún curso de lo que le guste y pues también para ocuparse va al gimnasio, pongamos el ejemplo, todo esto con el dinero que trae el a casa, y a cambio el tiene un plato calentito cuando llega, la casa cuidada, que parece que no pero el trabajo del ama de casa se nota mucho, mi madre lo es.
    Ella cuida más a los hijos por tiempo libre vaya, en vez de dejarlos con una seňora porque los dos trabajan y no tienen tiempo.
    Sin mencionar el sexo, que en una pareja es importante y en muchas mujeres el estrés les afecta a la líbido, y llegan sin ganas.

    Yo no podría ser ama de casa, yo trabajo, pero soy un tipo de mujer distinta a mi madre, a la cual le han tachado de mantenida y de todo, pero ella al no trabajar vamos a set sinceros tienes sus cosas negativas pero también sus positivas, y mi padre nunca le ha dicho que no trabaje pero reconoce su labor, aunque sea "solo", una ama de casa.

    Corrígeme si no es adecuado pensar esto, puede que no, pero ahora no sólo tenemos la presión de ser buenas madres, la presión de ser perfectas en todos los ámbitos porque no, aún a ellos con los hijos no se les exige tanto.

    No se , tienes mucha razón en tu artículo, pero bueno en algunas pequeňas cosas discrepo, puede ser por inseguridad, no lo se.
    Saludos, muy buen blog, siempre te leo

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  5. Salirse de los prejuicios de genero en una socidead que los cultiva y los promueve todavia es muy dificil. Yo hablare de como tuve que conseguir mi independencia. Desde bien pequeñita he deseado aprender el oficio de mi padre, el era ( ahora jubilado) cerrajero. Hasta que no cumpliera los 16 años, me dijo él, no le acompañaria en su trabajo. Espere hasta los 16, entonces me lleve la mayor decepción de mi vida, mi padre me dijo " tu no tienes la fuerza necesaria para desempeñar esta profesión" , me rechazo por ser mujer, y me volvió a decir "tu tienes que quedarte en casa y ayudar a tu madre". Asi que un dia, decidi irme de mi casa con 19 años a buscar un trabajo y no me arrepiento. Mis valores emocionales era pobres con unos padres asi pero con el tiempo decidi tambien ir a un psicologo que me ayudo. Ahora tengo trabajo, me compre mi casa y espero ascender porque me siento capaz de aportar cosas nuevas a mi profesion. No soy cerrajera pero he trabajado en Carrefures, hosteleria, seguridad y mucha gente me aporto experiencia hasta que consegui el empleo que deseaba. Mi padre pudo haberme aportado su granito de arena pero perdio su oportunidad y ahora se arrepiente. Por eso digo, no es facil salir de los valores prehistoricos estas muy soloa a nivel social, poca gente te entiende. Mis amigas me llegaban a decir "haz lo que te digan tus padres al fin y al cabo lo hacen por tu bien" Frases chocantes y lapidarias que jamas me ayudaron. Un saludo!

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  6. Artículos como este son necesarios para entender el porqué de las frustraciones que subyacen en el sufrimiento de las personas que, seguramente sin saberlo, alimentan el modelo de cenicienta. Son de gran ayuda para comprender los mecanismos de autoengaño en los que caemos cuando analizamos nuestra situación o escuchamos a otros. Por todo ello, muchas gracias!

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