Hace
unos días ví la película “Room” (“La Habitación”) y me pareció que
podría ser una estupenda metáfora para entender mejor qué son los apegos.
Si alguien no la ha visto y tiene intención de verla, le sugiero que no siga
leyendo este post porque no solo cuento el argumento, sino que también destripo
el final.
La
película narra la historia de una joven raptada hace siete años, que
vive recluida en una minúscula habitación sin ventanas junto a su hijo Jack de
cinco años, que nació tras ser violada por su secuestrador. Para el niño
todo lo que ve en la televisión que hay en el cuarto (otras personas,
animales…) es de mentira, lo único real es lo que se encuentra en el
interior de esa habitación.
Cuando
Jack y su madre son liberados de su cautiverio, el niño añora la habitación
porque es el mundo que él conoce, donde se siente seguro y goza del amor de su
madre en todo momento. Fuera le espera todo un mundo increíble por explorar
del que, pese a la curiosidad que le despierta, no consigue disfrutar. Su
único deseo es regresar al lugar donde siempre vivió y en el que era feliz con
su madre.
Un
apego podría ser como esa habitación cerrada a cal y canto que no deseamos
abandonar porque pensamos que solo ahí estaremos bien.
Solo seremos capaces de apreciar las maravillas que nos ofrece la vida fuera de
esa habitación cuando se produzca el desapego, es decir, cuando nos demos
cuenta de que no necesitamos permanecer en ese cuarto para ser felices,
ya que en el exterior hay multitud de posibilidades de disfrute.
Al igual que el protagonista de la película, idealizamos ese
objeto de apego, para él la habitación, tal y como la describe en alguna
ocasión, es mucho más grande de lo que realmente es, esto es comprensible
puesto que constituye todo su universo. Cuando estamos apegados a algo o a
alguien, lo magnificamos y le otorgamos un valor exagerado porque creemos
que eso es lo que nos hará realmente felices.
Cuando tenemos un apego, por ejemplo, la pareja, centramos
prácticamente toda nuestra vida en lo que está relacionado con ella y lo que no
tiene que ver con la pareja queda relegado a un segundo plano sin apenas
importancia. Como consecuencia, somos incapaces
de apreciar el valor que verdaderamente tiene todo lo que la vida nos ofrece.
Solamente cuando nos damos cuenta de que no necesitamos tener pareja es
cuando todo lo que nos rodea adquiere para nosotros su auténtico valor y somos
capaces de disfrutarlo plenamente.
Jack, poco a poco, logra sentirse bien en el mundo que hasta
entonces era desconocido para él y apreciar cosas que nunca antes había tenido
(el amor de su abuela, momentos con su nuevo amigo, juegos a los que nunca
había jugado, la compañía del perro que siempre había querido tener…).
Al final de la película, el niño le pide a su madre regresar a la
habitación, pero ya no desea volver para quedarse, sino simplemente para
despedirse de ella. Cuando llegan, el pequeño duda de que aquella sea la
misma habitación en la que pasó toda su vida, le parece mucho más pequeña. El
mundo que ahora está disfrutando es tan enorme que le cuesta creer que aquella
diminuta habitación, que apenas reconoce, le pareciera grandiosa unos meses
atrás.
Mientras Jack observa por última vez la habitación, algo le llama
la atención: la puerta está abierta. Entonces le dice a su madre: “La
habitación con la puerta abierta, ya no es la habitación”. Para Jack la
habitación cerrada simbolizaba la vida en la que solo existían su madre y él, y
a la que estuvo apegado durante algún tiempo. Ahora sabe que no necesita
estar encerrado con su madre para ser feliz y, por tanto, es libre para
disfrutar de todo cuanto le ofrece la vida.
Cuando nos desprendemos de nuestros apegos surge la libertad,
ya que si no nos apegamos a nada, o lo que es lo mismo, no necesitamos nada
para ser felices, tendremos la libertad de desear o no determinadas cosas, pero
si estamos apegados a algo, seremos esclavos del objeto de nuestro apego.